jueves, 7 de julio de 2016

El valle esmeralda


Según me interno en la maleza, la luz decae y el sonido del bosque me absorbe, como si la corteza de los robles aislara los ruidos vulgares de la civilización. Mientras sigo el tupido sendero, a un lado y a otro corretean pequeños seres invisibles: musarañas, lagartos. Quizá, incluso alguna víbora. Un osado rosal silvestre me araña el tobillo y me estremezco.


Tras salvar el barranco, alcanzo la pequeña apertura en mitad del farallón rocoso. Desde este rincón secreto se domina el valle, de un verde tan intenso que relaja la vista. 


A lo lejos, el rumor del autobús Santander-Madrid se pierde entre los recovecos de la nacional, dando paso al silencio. Cierro los ojos, y han pasado miles… ¿Qué miles? ¡Millones de años! Y el Rudrón y el Ebro cincelan suavemente la piedra, como un artista griego mimando su gran obra. La silueta de castro Siero se va perfilando contra el cielo. Los ríos lo ven crecer como dos padres pacientes, orgullosos: si el circo de Orbaneja fue la niña bonita, y el Pozo Azul el chico tímido y misterioso, es Castro Siero un baluarte de estoicidad, diseñado para resistir, para albergar pueblos osados.


Desde mi posición no alcanzo a ver la ermita: porque aún no se ha construido. Abajo, en el barranco, las encinas son las mismas. Las hormigas, diligentes, son las mismas, igual que es el mismo cuco el que canta ahora y el que oyen abajo los que salen de misa. Han sido los mismos durante milenios.









Un enorme buitre leonado planea con elegancia junto a los cantiles y arranca el sol destellos broncíneos de su lomo: “mi padre limpió los huesos de Corocotta”, se jacta. Y se posa sobre la misma piedra en la que mañana se posarán sus tataranietos. Porque las rocas, sobre todo ellas, son las mismas.








Unas pisadas me sacan de mi ensimismamiento y Amaya aparece por el sendero. Trota junto al barranco sin aprensión y me saluda. 

Se agacha a recoger el agua pura de las fuentes de Siero, filtrada por decenas de metros de piedra caliza. Parece que las salamandras que colman la fuente no le molestan ¿Por qué no vas a las fuentes romanas, que te quedan más cerca? Pero la pregunta no llega a brotar de mis labios. ¡Qué estúpida, sí aún no se han construido!





La chica se aleja con el pellejo de la mejor agua para su jovencísimo compañero, que partirá en madrugada a la llamada de Peña Amaya, para hacer la guerra a los romanos. De pronto, un ruidoso mirlo alza el vuelo entre las hiedras, y Amaya ya no está. En la lejanía se escucha el ronroneo de unos moteros ingleses sobre la nacional 623 y el hechizo se rompe. Han pasado dos mil años de un plumazo, pero el olor sigue siendo el mismo en el valle esmeralda.




Elisa R. Bañuelos