Te
oigo. Por encima del tumulto de mis torrentes escondidos bajo la piedra y la
fértil tierra de la ribera; a coro con el suave agitar de las copas de los
álamos percutidos por el viento; voz aguda y sonora como el croar de las ranas
en las tibias noches de mayo.
Te
huelo. Capto el dulce aroma de los lirios, alimentados por mi propia esencia,
que depositas sobre el musgo tierno de mis rocas.
Te
veo. Emerjo de las profundidades, de la seguridad de mi templo oculto, húmedo.
Incluso la velada luz del bosque me ciega tras decenios de total oscuridad y,
por un momento, tus ojos azabache se clavan en la entrada de la gruta: estremecidos,
regocijados, confusos. ¿Te asombra mi existencia, aun cuando me llamas por mi
nombre? Me oculto al fin y tu corazón vuelve a latir poderoso como el torrente.
“Fuentona,
fuentona” se despide tu voz trémula. Y yo estoy de nuevo despierta, en un mundo
extraño y perdido en el que, al menos, hay alguien me recuerda.