Amia suspiró, sentada en el poyo de su casa montañesa. En
el valle, ya nadie recordaba a las hadas. La magia había quedado relegada a
comentarios ocasionales sobre las brujas de Cernégula. ¡Si ellos supieran lo
que se cocía en esa vieja charca…! Los vencejos colmaban el aire tibio con sus
agudos silbidos mientras el sol se escondía tras la loma. Olía a espliego y a
río.
—Mamá, nos vamos a la fiesta de San Juan
de Escalada. Acuérdate de dar de cenar a Lara —se despidió su hija, desde la
puerta del coche. Amia asintió.
La pequeña Lara, su nieta de seis años, la miraba desde
el suelo, donde jugaba con un cocodrilo de plástico.
—¡Yo quería ver las hogueras! —se quejó,
haciendo un mohín. Sus enormes ojos verdes reflejaban curiosidad.
Algo se encendió dentro del corazón de Amia. Se había
prometido; no, había prometido a su marido que el tiempo de las hadas había
terminado, pero, ¿por qué? Lara tenía derecho a conocer sus raíces, su pasado.
Instintivamente, se llevó la mano al pecho y palpó la piedra que pendía bajo la
blusa. Era la noche indicada.
—Vamos a ver algo mucho mejor, pajarito.
Se incorporó trabajosamente y asió la pequeña mano que le
tendía la niña. Dejando la puerta verde abierta, como era costumbre antaño y
aún se hacía en su casa, se alejaron bajando la calle. Lara parloteaba
alegremente, contándole la infinidad de animalitos que había visto y pescado
aquella mañana en el río. Se cruzaron con varios vecinos: algunos volvían del
bar; otros, se dirigían, como su familia, a la fiesta de Escalada. “San Juan”
murmuró con sorna la anciana.
En la ribera gorjeaban los mitos, ocultos entre las hojas
de los álamos. La brisa que descendía de los cortados rocosos agitaba
suavemente sus copas, que parecían pintar de rosa y azul el lienzo del cielo
estival. Cruzaron un puente para dejar atrás el río y seguir un sendero que
acompañaba al arroyo cantarín hasta su nacimiento. El día más largo del año se
apagaba poco a poco, y los ojos de Amia tardaban en acostumbrarse a la
penumbra. Aceleró el paso, teniendo cuidado de no tropezarse con el grijo del
camino. Pasaron junto a una cueva, cuya boca se abría tímidamente en la roca
caliza de la montaña.
—¡Hooooola señor ooooosoooo! —saludó a
la cueva la niña, entre divertida e intimidada. A lo lejos reverberó la llamada
de amor del cárabo y Lara respingó.
Las chicharras zumbaban, apremiándolas. Había que apresurarse.
Por fin, atravesaron unos sauces y el lago se abrió ante
ellas como si su superficie estuviera tallada en esmeralda: verde, profundo. Se
aproximaron a la orilla y Amia se sentó en una roca para descalzarse. La niña
la imitó. Los últimos rayos de sol se escaparon del firmamento y Venus brilló
con intensidad, reflejando su luz en el fondo del lago, allí donde se abría la
gruta subacuática. Entonces la anciana avanzó unos pasos en la orilla, extrajo
con delicadeza la piedra que pendía de su cuello y la sumergió en las aguas
cristalinas. De repente, la superficie del lago, hasta entonces lisa como un
espejo, tembló. Las ondas se expandieron desde el centro hacia las orillas
lamiendo las paredes de piedra y las piernas de las espectadoras. Algo,
alguien, emergía desde el fondo, sus ojos titilando como estrellas. Amia tomó a
la niña de la mano y juntas avanzaron por el agua helada.
—Ya llega la anjana, pequeña. Vamos a
hacer un viaje muy, muy largo.
Sumergieron la cara en el espejo del lago y su mirada se topó
con la de aquel ser de las profundidades, que las llamaba desde la gruta
kilométrica que se abría bajo el agua. Y, de pronto, lo estaban siguiendo. Pero
no fue un pasadizo estrecho y oscuro lo que encontraron, sino que una fuerte
luz mostró un mar somero y tranquilo que se extendía hasta donde alcanzaba la
vista. Admiraban el paisaje desde muy arriba, como si flotaran. Bajo las olas,
que se agitaban a ritmo vertiginoso, transitaban seres colosales. La cuenca se
fue colmatando de sedimento paulatinamente, hasta que el mar se secó y la
tierra se llenó de plantas y extraños animales. Luego, el agua volvió a
cubrirlo todo y, una vez más, se retiró para dar paso a una estepa inmensa. El
aire se tiñó de azufre y cenizas y la tierra se plegaba, ascendía y se
contorsionaba como el rabo de una lagartija. Pequeños cursos de agua se fueron
abriendo paso en el sedimento depositado, excavando canales cada vez más
profundos y dejando a la vista los pétreos recuerdos de los animales y plantas
que, segundos antes, buceaban por el mar o dejaban sus reptilianas huellas
sobre el fango. Un borbotón de agua pura surgió donde más tarde —¿o antes? — se
abriría el lago, y su luz brilló por primera vez. Había nacido el hada de la
fuente.
El río esculpía con ahínco la piedra caliza y las
criaturas recorrían sus riberas: uros, bisontes, tigres de afilados colmillos y
osos pantagruélicos. También llegaron las primeras personas, y se adentraron en
las cuevas. Gentes distintas arribaron después y domaron la tierra. Todos
llevaban ofrendas a la anjana y a otros dioses ya olvidados que, por entonces,
sobrevolaban las escarpadas cumbres o habitaban en los riscos.
Amia notó cómo la pequeña apretaba su mano y descubrió en
sus ojos la emoción, la intriga que una vez ella también sintió cuando su madre
la llevó en aquel viaje sin retorno.
Volvió a centrar su atención en el páramo, por donde
circulaban hordas de hombres uniformados que trataban de doblegar aquella
tierra áspera y a sus habitantes. Algunas estrellas se apagaron. Los pueblos y
las guerras se sucedieron y el paisaje cambiaba a ritmo vertiginoso según las
gentes lo mutilaban y parcelaban. En las cimas, donde antes brillaban orgullosos
los árboles sagrados, se erigieron templos yermos. La anjana se escondía sola,
olvidada en el fondo de su gruta: pocos eran ya los que la visitaban, pues corrían
el riesgo de enfrentarse a la hoguera. Pero siempre hubo mujeres que volvían a
su lago. Amia reconoció a su abuela y, después, a su madre. Se vio a sí misma
acudiendo por primera vez a aquel santuario y se estremeció de alegría. Pero ya
sólo quedaba ella. Ella y, ahora, Lara.
Parpadeó y se encontró de nuevo en el lago, sus pies
helados por el contacto del agua. La noche había devorado el pequeño valle y el
silencio se señoreaba a su alrededor, apenas roto por el lejano croar de las
ranas.
—¿Qué ha sido eso, yaya? —murmuró la
vocecita a su lado.
<<Tu origen, tu pasado y tu futuro>>. Quiso
decirle Amia. El destino de su nieta se había vinculado para siempre a ese
valle, impidiéndole alejarse de sus raíces sin sentirse vacía, desolada. A
cambio, conocería la magia.
—Un hada buena, pajarito —respondió,
colocando el colgante entre los dedos de la niña—. Tu hada.
Tercer premio del II Certamen de Relatos Pasucos 2019 (Asociación de Alumnos del Programa Sénior de la Universidad de Cantabria)