viernes, 19 de junio de 2015

Las aventuras del Rudrón



Asoma el sol tras una arrebolada colina y, lentamente, se despereza el valle. Jolgoria la nutria en su último resbalón por el tobogán de barro, antes de acostarse, mientras un tímido lirio se despereza junto a la orilla, gozoso de ver el sol salir.

En una casa blanca, una carita somnolienta batalla con Morfeo y se deja animar por los tempranos chirridos de los vencejos: “si ellos están ya patrullando, ¿por qué no yo?”. Crujen las viejas tablas bajo sus pequeños pies. Abre los postigos con dificultad y sale finalmente a la balconada, sorprendida por el fresco aire matinal.

Escruta el pálido cielo azul y… “¡Sí! ¡Allí a lo lejos!” señala emocionada la niña, ajena a hecho de que su único público es un patoso opilión, colgado de la esquina. “No hay duda. Esa forma que vuela, desde el Huerto de la virgen hacia el pueblo, no puede ser otra cosa que el alado Burro de Román. ¡El Tío Vicente tenía razón, con aquello de que el burro alado vuelve al amanecer!”. Satisfecha con sus esforzadas pesquisas –pues madrugar es muy doloroso-, se vuelve a la cama y olvida el sentido oculto de todo aquello, pues en realidad el Tío decía “A quien madruga, Dios le ayuda; y además, si te levantas muy temprano, ¡puedes ver volar al burro de Román, chiquilla!”.

Y es que el del Rudrón, es un valle mágico, listo para los niños aventureros para descubrir sus misterios. Sus riscos están conformados por rocas tan, tan antiguas, que encierran en su interior criaturas del pasado: caracoles, erizos de mar, trilobites, dientes de tiburón… ¡E incluso dinosaurios! No hay más que mirar la estilizada roca-cuellilargo que se alza, majestuosa, junto a la Antena. Por no hablar de las huellas fosilizadas en el lecho del río seco, aunque llegar allí sea tarea harto complicada.

Pero no sólo había criaturas en el pasado. Si tienes la fuerza y el valor de subir al páramo –y la niña y su pandilla, ¡anda que si no los tenían!- y eres un poquito observador, podrás distinguir enormes zarpazos impresos en las rocas. ¿Leones cavernarios? ¿Osos? Quién sabe, pero mejor no acercarse de noche.


Hablando de cavernas, cuentan que en La Torca, aquella cueva oculta en el corazón del páramo, se extienden kilómetros de salas y salas enormes, con columnas graciosamente decoradas cual catedrales, de las cuáles, el cantero y escultor es el agua, y los feligreses, la completa oscuridad.

Habría de ir, tras escuchar aquellas magníficas historias, la pandilla de San Felices a explorar. Fue aquella una búsqueda extenuante, bajo el achicharrante sol estival y la inclemencia del vasto páramo, pues La Torca es muy difícil de encontrar, ya que su boca es una estrecha apertura en el suelo. Hubieron de seguir las antiguas señales, que antaño sus padres memorizaron, pues nadie más había vuelto a encontrarla en años: el bote de gasolina, el palo con la calavera. Pero la recompensa fue pingüe. En la oscura y fría caverna, donde las gotas esculpen y murmuran su canción, hallaron casi a tientas las enclenques velas que, entre las estalagmitas, dejaran sus padres. Una a una las encendieron, y la enorme catedral se iluminó con el trémulo resplandor del fuego, y arrancó sombras danzantes de los afilados colmillos de la cueva.




Qué hay más allá de las tres primeras salas, pocos lo saben. ¿Te atreverás a vivir las aventuras del Rudrón y averiguarlo?

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